Sunday, November 19, 2006

Barcelona mon amour

De septiembre de 1969 a octubre de 1970 viví en Barcelona escribiendo el primer libro que llevé a la imprenta y que aparecería -censurado en algunos de sus párrafos- bajo un título que nunca acabó de gustarme: Infame turba, un conjunto de entrevistas con veintiséis escritores españoles. Mis preguntas tenían que ver con la reacción de ciertos novelistas y poetas ante el apogeo de la nueva narrativa latinoamericana pero sobre todo con el proceso creador en la literatura. Yo tenía veintinueve años y en cierto modo la elaboración de ese libro fue mi escuela personal de letras, en mi proyecto autodidacta. Muchas de las cosas que digo, muchas de las frases que uso, no pocas de las pocas ideas que tengo respecto a la literatura, están en ese múltiple libro. Quería escribir y a pesar de que a esa edad ya dominaba lo más elemental del oficio, como redactar y transcribir lo que oía o se me ocurría, no conseguía concentrarme ni llevar a su término las novelas que empezaba. Quería escribir y no podía. Entonces me puse a preguntar a quienes sí podían cómo lo hacían y por qué.
Ya entonces estaba convencido de que uno es lo que hace, como los personajes de novela que se definen por su acción. Y una vez le pregunté a unos gatos, en una callejuela que daba a la plaza Lesseps:
—Oigan, ¿y ustedes por qué cazan ratones?
Y los gatos me respondieron:
—Es que somos gatos.
—¿Y ustedes por qué vuelan? —les pregunté a unos pájaros cuando caminaba por el paseo de Gracia.
—Es que somos pájaros —me dijeron.
Por suerte ni los gatos ni los pájaros me devolvieron la misma pregunta. No hubiera sabido qué responderles. Yo quería ser escritor y no escribía. Los demás sí eran y yo no, cosa que, debo confesar, me sigue sucediendo. Me sentía mal conmigo mismo. Entonces, mientras resolvía este problema se inseguridad ontológica, me puse a preguntarles a los escritores:
—Bueno ¿y ustedes por qué escriben?


Mis trece meses en Barcelona coincidieron con los momentos en que fenecía el franquismo. No podía saber entonces, como se ve ahora en retrospectiva, que empezaba a darse subrepticiamente una suerte de transición porque las transiciones sólo se estiman como tales después, con el paso del tiempo. Había un gran entusiasmo cultural. Se publicaban novelas a pasto. Casi todas las noches había presentaciones. Cuando fui a cumplir una cita que había hecho con Sergio Pitol en la calle Provença, Sergio salía de la reunión que cada semana, entre vodkas y ginandtonics, tenían un grupo de escritores en la editorial Seix Barral. Vi aparecer de pronto a Sergio acompañado de José María Castellet, Pere Gimferrer, Félix de Azúa, Salvador Clotas, Gabriel Ferrater y Carlos Barral, uno de los seres más queridos en la Barcelona de aquel entonces y a cuyo alrededor se fraguaban todo tipo de proyectos editoriales, conferencias, mesas redondas, presentaciones de escritores extranjeros, como Roger Caillois, por ejemplo, o Álvaro Mutis. Junto con Jaime Gil de Biedma y Rosa Regás, Ana María Moix y Gabriel Ferrater, Carlos Barral era una de las almas más inquietas de la vida literaria de Barcelona en 1969. Ese mismo día que llegué se inauguraba una editorial en una cancha de basquetbol: Tusquets editores, animada por Beatriz de Moura y Óscar Tusquets, mientras por otro lado la promisoria Anagrama de Jordi Herralde apenas tenía tres o cuatro títulos en circulación y Guillermo Carnero acaba de publicar Barcelona mon amour, su primer libro de poemas.
Mi libro apareció en 1972. No tuvo muy buena prensa, salvo una resención generosa de un periódico de Valladolid, y no entró en el catálogo al que yo aspiraba en la editorial Lumen: la colección Palabra en el Tiempo. Fue sólo veintitrés años después que el paso del tiempo me hizo la justicia que yo deseaba. Infame turba se reeditó en 1995 (sin los párrafos que quitó la censura en 1972, unas amargas líneas de Juan Marsé, por cierto) y se integró, entre James Joyce y Umberto Eco, a la colección Palabra en el Tiempo. Tuve para mi vanidad que ningún otro libro de esa colección se adaptaba mejor que el mío a su título porque con los años mi texto fue ganando en sus significaciones y admitía otra lectura. Y es que transcurridas más de dos décadas las entrevistas aguantaban otro repaso y además revivían una época de memoria feliz; convocaban a escritores no sólo importantes por su obra y su huella sino porque eran la adoración de todos y ahora ya no están entre nosotros: Gabriel Ferrater, Carlos Barral, Juan Benet, Juan García Hortelano, Claudio Rodríguez, Carmen Martín Gaite, Jaime Gil de Biedma, Terenci Moix y Manuel Vázquez Montalbán.
De los veintiséis escritores que entrevisté entonces sólo hice amistad con tres: Félix Grande, Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé. En un momento de inanición involuntaria pude salir adelante gracias a la generosidad de Félix Grande, que me giró unas pesetas desde Madrid. Manolo y Marsé no me trataron menos bien. Solía verlos con frecuencia, sobre todo a Juan y a Joaquina, su esposa. Me recibían en su casa y compartían conmigo su afectuosa mesa.
“Tú búscale por el lado de la guerra civil”, me decía Juan García Hortelano orientándome sobre los escritores de su generación y la historia misma de la guerra fraticida cuyo duelo no se disipaba del todo en los años 70.
Por lo menos la mitad de mis entrevistados eran niños cuando estalló la guerra civil -Juan Marsé nació en Barcelona en 1933-, pero sobre todo estaban más creciditos y aún adolescentes a lo largo de esa dilatación de la contienda militar y política que fue la postguerra: los años 40, que encuadran y ambientan el mundo novelístico principal de Juan Marsé: su inagotable, irrecuperable infancia. Sobre todo en Si te dicen que caí, Un día volveré, Rabos de lagartija.


Al volver de Barcelona publiqué Conversaciones con escritores en Sepsetentas (México, 1972), por invitación de Huberto Batis y Alí Chumacero. En sus páginas rescaté varias de las entrevistas (con Becerra, Manjarrez, Arreola, Lizalde, Aridjis, Ferrater, Aguilar Mora, Benítez y otros) que más me habían importado a lo largo de mi trabajo, hasta entonces, como reportero. Seguía planteando la misma pregunta: ¿Por qué escribe usted?
Y no con otra interrogación me acomodé frente a Leonardo Sciascia en Palermo, en 1985, una mañana a principios de junio. El resultado de ese encuentro es la conclusión que aparece al final de La memoria de Sciascia (Fondo de Cultura Económica, Colección Popular) publicado en 1989.
Pienso que la entrevista es una interlocución y que nuestro pensamiento se iría por otro camino si no intervinieran la voz, la inteligencia, la malicia, la curiosidad y el asombro del otro. Una de las fascinaciones del periodismo —aparte de los viajes— es que a uno le cuentan historias y siente que vive otras vidas y otros tiempos. Le revelan un mundo, el del proceso creador en la literatura, por ejemplo, principal inquietud de este libro.

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